Per Joan Ignaci Culla
Siempre he creído que las derrotas no se celebran; en todo caso se recuerdan. Algo distinto han debido de pensar nuestros políticos al enviar nuestro buque insignia, el portaaviones Príncipe de Asturias , y la fragata Blas de Lezo a la Revista Naval que el Reino Unido ha organizado en el canal que separa la costa de Portsmouth de la isla de Wight para conmemorar el bicentenario de la batalla de Trafalgar, en la que la flota inglesa, capitaneada por el almirante Nelson, venció a la escuadra hispano-francesa (21 de octubre de 1805). Y es que nuestros políticos no aprenden de los errores. Menos mal (supongo que ideado por algún cachondo militar, a los políticos no se les habría ocurrido) que la fragata evoca el episodio y la figura del marinero vasco, Blas de Lezo. Silenciado por unos y olvidado por otros, fue el protagonista en 1741 de la “guerra de la oreja de Jenkins”, en Cartagena de Indias. Aunque el motivo real de la guerra era la pugna comercial por el control de las rutas americanas, el conflicto estalló tras el agravio sentido en Inglaterra cuando el capitán guardacostas Juan León Fandiño interceptó la nave inglesa Rebeca . Al mando estaba Robert Jenkins, a quien el español arrancó una oreja y lo mandó de regreso a su país, con el siguiente mensaje: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Ante este fracaso de la Invencible inglesa, el rey Jorge II prohibió publicar informes de la humillante batalla.
Pero Trafalgar fue distinto por muchos motivos, aunque algunos nos lo quieran presentar como una derrota gloriosa: por la bajeza de un político miserable y servil como Godoy, primer ministro de Carlos IV, que para complacer a Napoleón envía a la muerte a miles de hombres. Las pretensiones de Bonaparte (que no sabía nada de mar) de desafiar el poderío británico en los mares, para después invadir Inglaterra, quedaron frustradas por los británicos, que no estaban dispuestos a permitir que los franceses se fugaran una vez más.
Horacio Nelson aplastó con unos oficiales y marinería profesional (la nuestra estaba compuesta por grandes oficiales, pero con una tripulación reclutada en tugurios, cárceles, hospitales y hospicios) a una flota mayor, la franco-española, al mando de un magnífico capitán de combate que, sin embargo era un pésimo almirante, Villeneuve. Valiente en lo personal, pero pendiente de su destitución, no tenía ni capacidad táctica ni estrategia para la misión. Gravina, responsable español, junto a los Alcalá Galiano y Churruca, había recibido la orden del sinvergüenza de Godoy: “Trague todo lo que haga falta”. Y así fue. En vez de oponerse a la orden de salir de Cádiz, que era una barbaridad, lleva a la gente a una carnicería, cuando todos sabían del riesgo. Este gran marino, al no oponerse como responsable de la Armada española, es uno de los culpables de las miles de pérdidas que se produjeron. Armas Ferrero, el marino más importante de la época, dijo: “¡Esta escuadra vestida de luto, ay del que tenga la desgracia de mandarla!”.
Era el fin de casi un siglo de esfuerzos para crear y sostener una poderosa flota (envidia de franceses e ingleses) que asegurase la continuidad del imperio ultramarino y de potencia internacional. La destrucción de la flota contribuyó a la desaparición casi inmediata de las colonias. En la miseria quedaron las viudas, huérfanos y heridos, que nos les pagaron, además de dejarlos tirados.
Pero si los hechos ocurridos en Trafalgar, que ahora se conmemoran en Inglaterra, son para recordar que no para celebrar, por las consecuencias que tuvieron para España, no lo van a ser menos los producidos en Valencia, el pasado día 1 de julio y sus posibles (seguros) efectos. El haber aprobado la reforma del Estatut, con la inclusión y blindaje de la AVL y su famoso dictamen, tendrá (de hecho ya tiene) resultados lamentables. Como la historia se repite, aquí también nos encontramos los mismos personajes, pero con distintos nombres. El de Napoleón lo encarna el megalómano Carod-Rovira, futuro emperador de los Països, casi desérticos, catalanes. El servil Godoy, giocondo Zapatero, pendiente exclusivamente de mantener su posición y privilegios por encima de la lógica y el bien común. A Villeneuve, representado por Joan I. Pla, le viene grande el cargo; no tiene táctica ni estrategia; se deja llevar por las circunstancias; y nunca se opone a sus jefes, Zapatero/Maragall. Sabe lo que es verse casi destituido y no quiere volver a pasar por semejante trance. Y Gravina lo desempeña, para desgracia nuestra, Camps, quien como responsable de la Armada valenciana tenía que haber valorado que la dignidad, una vez más, reside en el pueblo y no en los políticos. Camps ha preferido obedecer las órdenes superiores, aun a costa de saber que no benefician a los valencianos.
Ha salvado el barco (el nombre de “valenciano”), pero ha perdido la flota (al aceptar la unidad de la lengua a través del dictamen de la AVL). Los esfuerzos del pueblo valenciano, que durante ocho siglos ha armado una cultura, hoy han quedado destrozados, al entregar nuestro presidente a los catalanistas la supremacía de la lengua (como si de Trafalgar se tratase). Sus malas decisiones sirven ahora de argumentos para que los nuevos afrancesados las conviertan en victorias.
El comisario político Regás, entre otras cosas, ha utilizado el dictamen de la AVL para descatalogar el valenciano, a favor del catalán. El no haber actuado con la conciencia y la razón nos va a hacer perder (como España en el siglo XIX), nuestra lengua, y vamos a pasar de ser una potencia cultural a una mera comparsa al servicio de los nuevos emperadores.
Es una pena que nuestro presidente, en vez del de Gravina, no asumiese el papel de Blas de Lezo, y les dijese a los usurpadores de lo ajeno lo que les haría si se atreviesen a destrozar la personalidad valenciana. Porque no hay derrotas gloriosas, por más que se disimulen.