Volvía una España mutilada, de vuelta otra vez a los puertos secos, a los pontazgos y alcabalas, a los fielatos, como «una grave ficción de fronteras» la describe Miguel Hernández, una España siempre en mudanza y desestero, dispersa, troceada, enfrentada y revanchista, una «España como resto», otra vez en abejorreo codicioso, en epilepsia colectiva, siempre en retranqueo en busca de arcanos y ancestros, una inacabable feria de nacionalismos, un memorial de agravios, una España «en perpetuo motín de Esquilache», como dirá Eugenio d´Ors, con centenares de años condicionándonos el futuro con recreados maleficios, con retóricos flagelos. Dejemos que lo cuente un ilustre sollanero, el Doctor López Ibor: «Toda la Historia de España es así, angulosa, agreste, como hecha de tirones bruscos de glorias y desolaciones». Porque hubo una España fenicia y romana y visigoda y judía y musulmana y cristiana, «la convivencia de todas las razas y de todas las religiones habían creado una atmósfera moral diáfana y exquisita», escribe Emilio García Gómez, nuestro ilustre arabista. «En Córdoba, añade, se hablaba árabe y romance, sonaban las campanas y las voces de los almuédanos». Claro que en nuestras «Escoles en Valencià» no puede enseñarse esto, que sería merecedor de excomunión ideológica, arma de desinformación masiva a los catecúmenos en Formación del Espíritu Nacional, obligados todos, por caciquismo académico, a hacer la «o» con el canuto del 32. Porque allí lo que se enseña es que «Si perdem la llengua, serem Espanya». Esos chicos nunca oirán de sus maestros estos versos de V. A. Estellés: «España/ España a solas/ España/ si digo Salamanca digo Zamora/digo Pamplona... Casi a destajo/ me gané el idioma/ que es el idioma popular de España/ y es cantar/ y es gloria, y es paloma». Tampoco lo leerán en la Universidad de Valencia, que desconoce a España y se sitúa en l´Horta... Por contra, Saramago ¡soñaba con recomponer Iberia!
Pero un Tribunal ha echado mano de galgas, tentemozos y aciales, y ha logrado detener la marcha desbocada del carro triunfal que entonaba aquello de que «Abans que Deu fora Deu/ el sol vingué a Montserrat/ el seny naixqué en Cardedeu/ i l´aigua en la Font del Gat». Ayer vinieron vientos de patria, de allá donde madruga el amanecer; atravesando el continente africano, selvas, sabanas, desiertos, llegando para ondear pliegues rojigualdos de banderas victoriosas al paso alegre de la paz, contrarios a la «algarada en la plazuela», como diría Ortega, como la que se celebró el sábado, allá donde la poquedad se hace pedigüeño porcentaje.
«Si la madre España cae, digo, es un decir, ¡salid, niños, del mundo; id a buscarla!...», escribió el poeta César Vallejo. Algo así escribió Rafael Alberti desde las orillas del Paraná: «Hoy las nubes me trajeron/ volando/ el mapa de España. ¡Qué pequeño sobre el río/ y que grande sobre el pasto/ la sombra que proyectaba!». Ya tuvimos una República Federal, sin moratón en bandera, que acabó en un cantonalismo anárquico. Y queda cierta España lateral, atrófica, empecinada en ponerle un epitafio a la otra.
Acabo con unos versos anónimos: «En España las flores/ que nacen en abril/ no nacen de alegría; sí de dolor, sí. /Pero las flores vuelven./ Si hiciéronlas morir/ no saben que las flores/ retornan cada abril».