EN el escalafón de los serviles de baba y lametón, entre la abundosa germanía de sopeados, idólatras de una fidelidad mutante -hoy te sirvo menos que ayer, pero más que mañana- en la nómina de esos en los que no se puede creer ni ayer cuando decían lo que decían, ni hoy cuando dicen lo que dicen, ni mañana cuando digan lo contrario, en ese listado de quienes alegan para subsistir estar necesitados de certidumbres sentimentales mientras se amorran a las ubres de cualquier regalía contable en cuya nutriente retórica encuentran afirmación a su identidad, a la cabeza del vademecum figura sin duda el poeta Vicent Andrés Estellés. A lo primero sirvió a España: «España, España a solas/ España/ si digo Salamanca digo Zamora/digo Pamplona/ dadme una espada/ dadme una rosa/ me pongo a mirar el mapa/y se me pasan las horas/ como el viento/ como el agua». O «Casi a destajo me gané el idioma/ que es el idioma popular de España/ y es cantar/ y es gloria/ y es paloma». A lo segundo, cambió de ubre y pasó a servir a los Països Catalans; y así, cuando en Barcelona le dieron el Premi de les Lletres Catalanes, en su discurso de agradecimiento pidió perdón ¡por hablar catalán con acento valenciano! Bien dijo Trotski que«los obreros solo venden su fuerza, mientras que los intelectuales venden toda su personalidad».
Al julo descrito arriba síguele una larga reata de rodrigones cuya fidelidad sólo lo es de subsistencia, entre los que destaca ese Estado Mayor de la Lengua, ese Directorio de los que hacen de las palabras filología -corporativismo pro domo sua, o sea- integrados en esa Academia Valenciana de la Llengua que de tanto en vez nos suelta un chaparrón dogmático invocando a ¡la ciencia!, a cuyo santo patrocinio encomiendan sus carencias. Si en el Consell Valencià de Cultura entran en trance circunspecto y exorcizan a los pirómanos para que sus acciones «sean declaradas crímenes contra la Humanidad», ahí es nada, estos otros mercenarios tan bien pertrechados por la logística financiera oficial que hace nada se preguntaban qué nombre ponerle al valenciano, andan ahora ocupadísimos averiguando si debemos decir València o Valencia, con o sin acento retranqueado, servil, foráneo y subversivo; para ello, «expertos lingüistas» están haciendo un «trabajo de campo» aguzando los oídos -se supone que previa limpieza con zotal de las cazcarrias de laberinto, martillo, lenticular y estribo-. Los valencianos -excepción hecha de los que perpetran una lengua de servicio -la lengua de sus amos, como diría Tácito- fraudulenta y mercantil, nunca hemos tenido las dudas cartesianas de esos apóstatas subalternos que tanto sirven para un roto en Barcelona como para un descosido en Valencia, ambigüos ellos, de doble obediencia, valga la pitanza, ríase la gente. Les remito al «Diccionari de la Rima» de Ferrer Pastor, donde dice: «la e de la terminació -ència és oberta, excepció del mot Valencia, que té la e tancada en valencià com en els mots en -ença, per ser mot d´evolució popular...».
Si necesitan justificar su tiempo y sus dineros, podrían ocuparse de investigar de qué color es el caballo blanco de Santiago. Y no se ocupen de saber si Dios existe o no existe que eso lo resolvieron ya en los años treinta en el Ateneo de Madrid, con una votación democrática: ¡salió que no! Claro que por aquel tiempo decía Einstein que cada vez que la ciencia abre una puerta se encuentra con Dios...
¡Y basta ya de tanta impostura y de tanto papanatismo, por favor!