Ese sanedrín de filólogos que integran la Acadèmia Valenciana de la Llengua - a modo de mercenarios del «Equipo A»- acaba de presentar su «Diccionari ortogràfic i de pronunciació», que bien podríamos subtitular como «Crónica de un fracaso anunciado», o como «Vademecum de componendas, conchabanzas y arreglicos», o quizás «De cómo decimos Diego donde dijimos digo». Apologetas de Fuster -«en bons vents tots son barquers»- aquel santón de Sueca, aquel gran trasegador de «single malt Cardhu» que predicó con gran éxito de memos y arribistas la unidad de destino en lo catalán -«la perversitat fa el mal i l´ignorància l´aplaudix»- infusos de certidumbres a tanto el cuartillo, posesos de una ciencia acérrima, arrogante y dogmática, catequistas de una historia de arenga, de ciclo corto y recortable, autista, de Plaza Mayor, conjurados todos en contra una España limítrofe, ajena, de resto; ecumenistas de una universidad de rellano de escalera, hogar del camarada convicto; todos con la coartada del seny, esa imposición a plazo, todos unánimes en el pim pam pum, todos defensores a sopa boba de una bastilla identitaria: «Fer irreversible l´ensenyament del català». Ciertamente, «tot pot ser, digué Caliu, manco una rata fer niu baix el rabo d´un gat viu»...
Durante años, toda la progresía que pulula en torno de la cultura del cacareo -que como dice un amigo, «porten merda de l´any que la demanes»- marisabidillos de claustro y escoleta d´estiu, junto a politiquillos que lo son con fines vegetativos y rapaces -¡en siete años pensión de alto standing!- nos han menospreciado hasta el insulto, nos las han dado hasta en el ADN, ¡qué nos habríamos creído! Para, al cabo, llegar al «Diccionari», confirmando una vez más que la historia de las fortificaciones es la historia de las capitulaciones. Condescendientes, obsequiosos, han consensuado -dando la razón a la Thatcher: «el consenso es la ausencia de principios y la presencia de la conveniencia»- lo que nos han venido negando con argumentos de claque, de rajatabla, en un intento inútil de acallarnos a los hablantes, llevándose palabras vivas al Índice de Vocablos Prohibidos con el que la Junta Qualificadora, esa Inquisición rediviva, nos sometía a autos de fe. Ahora, en un tris tras, ¡eureka!, nos conceden ciertas indulgencias lingüísticas. Un ejemplo: ¡Se acepta «deport»! El mismísimo Ausiàs March, que lo usaba hace cinco siglos, sin duda lo habrá celebrado con agua de Valencia, junto a Jaime I, que lo usó en su Crónica, y con tantos y tantos clásicos que lo escribieron en libertad, antes de que hubiera filólogos que hacen de las palabras filología, esa lepra de las palabras. Dicen que ¡nos aceptarán! el «lo», el «nosatres», Valencia sin acento retranqueado... dicen que en Canal 9, ese Guantánamo correccional, dejarán de decir cosas como las que dijo días atrás una morenita: «l´avió del Papa fa un rat que ha eixit de Roma».
Somos «quatre gats», según recuento que nos hiciera el regatista Pérez Casado, no llevamos birrete ni calentamos escaños, somos simplemente vulgares hablantes que con nuestro «lletí de cuina» creamos todas las lenguas romances -¡por aquellos aún hablaríamos latín!- y hemos aguantado a tantos censores que utilizan la ortografía para reprimirnos que celebramos salir del zulo en el que nos recluyeron. Ya lo dijo Joan Gil Albert: «Todo lo que es natural, si es reprimido, acaba volviéndose contra sus represores». En ello estamos. Todo es cuestión de paciencia, «perque, si no plou d´aci a Nadal, plourà de Nadal en avant».