Almansa, la memoria malversada

Per Obdulio Jovaní Puig

La primera en llamarse «madre de todas las batallas» fue la de Qadisiwa, librada el año 623 entre árabes y persas-sasánidas; ya se sabe la enfática exaltación que de tal denominación hiciera Sadam Hussein con las suyas; aquí disponemos de una que es madre y es tataradeuda de las nuestras, con la que tantos y tantos vagan por los cantiles de la irrealidad, que coagulan el tiempo y lo detienen, disponiendo de una epifanía, de una rutina reivindicativa, de la que traen causa, querencia tribal, instinto identitario; algunos con espasmos de avaricia; otros, los más, posesos de una ideología que conduce al retranqueo, a las añoranzas de la cerrazón y del fielato, del puerto seco y del peaje, azuzando diferencias, traficando al menudeo con la Historia, recortándola o magnificándola, centrifugándola hasta convertirla en papilla digerible con la que empapuzar a sus efebos, progresando hacia la involución, en un camino que conduce a veces a insospechados kosovos.
 
Para los franquiciadores del pedigrí valenciano el gólgota redentor está en sentirse perdedores en las cercanas llanuras manchegas y en tener a España y al castellano como inmunodeficientes portadores del pecado original, en que todo el INRI acusatorio recaiga sobre Felipe V, con un «nosaltres» canónico, apócrifo, impuesto por transmisores de avales dogmáticos, con sus fervores integristas de supervivencia mercantil o corporativista; todo su rigor argumental encerrado en un solo mandamiento: ¡Tot el mal ve d´Almansa!
 
Dígase que aquella batalla fue dinástica, compruébese en las Memorias de Churchill; que algunos la calificaron de primera guerra mundial a juzgar por las naciones intervinientes, con sólo una cuarta parte de españoles y apenas un grupo de valencianos de Cocentaina ¡en el bando de Felipe V!, incluso con indios iroqueses, semínolas o tomahawks luchando en los dos bandos; dígase que los borbónicos incendiaron Xàtiva... y que la reconstruyeron... que los austracistas quemaron Ayora y Banyeres; cuéntense los desmanes de unos y otros, cuéntese que la Casa de Austria llevaba doscientos años suprimiendo fueros y libertades en Castilla... y pregúntense qué hubiera hecho con los de la Corona de Aragón...
 
Dígase que los Decretos de Nueva Planta echaron por la borda fueros y privilegios medievales, fuera de la modernidad; que las Cortes suprimidas no se reunían desde 53 años antes, que las integraban «los tres brazos», eclesiástico, militar, y real -cuyos integrantes se pueden ver retratados en uno de los salones de l Palau de la Generalitat- que todos se elegían a sí mismos; que sus «señoríos» abarcaban tres cuartas partes del territorio; que sus privilegiadas exenciones fiscales sólo acabaron con la tributación ¡de todos! regulada por el Catastro; que Macanaz, brazo ejecutor de Felipe V, quiso mantener el Derecho Foral, y que fue rechazado por el Duque de Híjar al frente de los de las «calzas bermejas».
 
Recuérdese que más de un siglo antes de Almansa los escritores valencianos, por propia voluntad, sin presión centralista, se habían pasado al castellano; que después de Almansa, el pueblo, creador de la lengua siguió hablándola... y hasta hoy; la misma de la que los «intelectuales orgánicos» que la «olvidaron» siglos atrás,se han apropiado ahora y hacen de ella un uso «pro domo sua».
 
Todo se empieza cribando en pupitres, en estrados, en paraninfos, catequizando a los acólitos para que oficien en el altar de los agravios, contándoles la Historia como cuentan las docenas los frailes, creando apóstoles de una utopía de ciclo corto, de alfoz, volviendo a los enconos cainitas entre «maulets i botiflers». Sobre los tablados de esa antigua farsa se está ensayando una tragedia en la que sus personajes no van en busca de autor sino de canonjías estatutarias, despedazando el mapa de España. Con todo, seguirá ahí, en la extensión ultramarina de su lengua común, en la anchurosa dimensión de su literatura, de su pintura, en su proyección universal, en su insoslayable memoria; en un indicativo mapa histórico, geográfico y político sin fantasmas, sin quimeras, sin mitos, sin aquella «grave ficción de fronteras» que lamentara Miguel Hernández.
 
Ciertamente, no se entiende hoy una concepción única de la Historia de España -aún su nombre empleado con egoísta cicatería, proscrito por lo políticamente correcto-; pero tampoco la Historia de una España progresivamente relegada, fragmentada en sus contenidos, disuelta en místicas entropías cantonales, angosta y fosca, fuera del tiempo, hecha contra un supuesto «nacionalismo español» agresivo y excluyente fundado en el «mito» de Castilla -¿la miserable o la dominadora de Machado?- en una Historia rencorosa con retornos interesados o con fulminaciones cíclicas y sucesivas del pasado.
 
Llevamos trescientos años condicionándonos el futuro con recreados maleficios, con retóricos flagelos y pretéritos evangelios. No saquemos a la Historia de sus casillas, no la llevemos a las barricadas. Volvamos de la desmesura con Lope de Vega: «No quiero montes serrados/ ni Peñas de Francia altivas/ a nuestros ojos esquivas/ sino atochas y sembrados/ viñas, álamos y olivos». Por que como dice muy sabiamente nuestro adagio: «Al mal i al bo tot lo mon li afig».

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Pero es el caso que Valencia no quiere ser otra cosa que Valencia. Su lengua, la valenciana, difiere lo bastante de la catalana para poder permitirse gramática y vocabulario propios
Salvador de Madariaga

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