Vivimos momentos de zozobra, los medios afines a Rodríguez Zapatero defienden el invento que ha puesto en marcha para, sin cambiar la Constitución, desmontar el Estado español y desvirtuar sus instituciones. Hablan de balcanización, con 17 naciones, o de paso previo para que ocurra en menos de 25 años. El proyecto más adelantado es el nuevo Estatuto de Cataluña, producto, no de la mayoría del pueblo catalán, indiferente al Estatuto, que interesa solo a un 5%, sino a las ansias de un grupo de oligarcas, que dominan el PSC, CIU, ERC y una parte del PP catalán. Estas familias de señoritos, dicho en la peor acepción del término, desean más poder, más dinero y sobre todo extraer el jugo, al máximo, al resto de los españoles.
En casa hablamos, indistintamente, castellano y valenciano, no hacemos cuestión de una cosa tan sencilla, hay expresiones, frases y situaciones que se expresan con más exactitud, delicadeza o fuerza, empleando uno u otro idioma. Utilizar los dos nos enriquece.
Tuve el honor de conocer en Bañeres, siendo universitario, al Padre Fullana, que pasaba los veranos en la finca El Cosí de la familia Martí. Le visité en Madrid, vivía estrechamente del estipendio de sus misas y los cortísimos emolumentos que recibía como miembro de la Real Academia Española de la Lengua, en representación del idioma valenciano. Tenía muy claro que el nuestro era autóctono, sin nada que ver con el catalán.
Cuando Ana Valbuena Roig, preciosa castellonense, hizo el honor de elegirme mantenedor en el solemne acto de su presentación como Na Violant 2005, dejé de lado el viejo lema de los juegos forales: Dios, Patria, Amor. Creí más oportuno hablar de la Reina húngara, segunda esposa de Jaime I, pero sabía poco de ella y poco encontré en las bibliotecas. Para documentarme busqué en grandes tochos dedicados a la vida de Don Jaime, a la Conquista de Valencia y los años siguientes. Sorprendentemente encontré la clave, el por qué el idioma valenciano ha sido y es una lengua independiente, sin confusión alguna con el catalán, hasta que en el pasado siglo se le ocurrió a Pompeu Fabra y al Instituto de Estudios Catalanes colonizar Valencia y Baleares, inventando unos supuestos Países Catalanes, que nunca han existido, siguiendo la fórmula nazi “hablamos la misma lengua, luego somos una misma nación” y se anexionaron Austria, los Sudetes y otros territorios, sobre la base de que hablaban alemán. El empeño de que el catalán y el valenciano sean la misma lengua, solo es un instrumento de expansión territorial. Los supuestos filólogos que así lo afirman son los “bienpagados” por el Instituto de Estudios Catalanes y la Generalitat Catalana, a quien han vendido su alma, su honor y su vergüenza en arras al proyecto expansionista.
Para evitar esa invasión, muchas veces poco pacífica, para no convertirnos en catalanes de tercer o cuarto orden, como son el 52% de los residentes en Cataluña, que tienen como primera lengua el castellano, e incluso otros de habla catalana no pertenecientes a la oligarquía que les gobierna, para no ser humillados por quienes nos llaman catalanes, pero nos niegan el Ave, el agua del Ebro que se abastece de nueve Comunidades Autónomas, y nos imponen cargas industriales como las incontroladas subidas del gas y la electricidad, aprobadas para poder pagar con nuestros dineros la creación del monopolio energético de Gas Natural, defender el valenciano no solo es un legítimo problema filológico y literario, es además un problema de libertad.
La lengua que hablamos los valencianos, sea valenciano o castellano, se ha convertido en la defensa de nuestra libertad, en el arma para no perder el derecho a ser dueños de nuestro propio destino. Al estudiar la vida de Don Jaime entendí por qué el lenguaje del nuevo reino valenciano era el autóctono, el que, cuando la conquista, hablaban las gentes de aquí, nacido del latín vulgar que hablaban los soldados y los colonizadores que vinieron con los ejércitos romanos, mezclado con palabras iberas, visigodas y árabes. De todo ello habían hecho los valencianos, antes de llegar Don Jaime, un lenguaje distinto del castellano, del gallego, del catalán, del provenzal, del francés, del italiano, del rumano y de cualquier otra lengua romance.
El Rey Pedro I tenía completamente abandonada a Doña María, señora de Montpellier. Sus amigotes, un día, le proporcionaron una moza para solazarse por la noche en un mesón cercano, llegó la hora y Don Pedro ¡cómo no, menudo era! acudió a la cita y quedó divinamente, incluso no le importó que le hubieran gastado una broma pesada, porque la moza era precisamente su mujer. Tan bien cumplió que, de aquella ocasional coyuntura, nació Don Jaime. A los dos años su padre, en garantía de su palabra, lo entregó como rehén al Cruzado Simón de Monfort, que lo custodiaba en el Castillo de Montpellier. Había cumplido cinco años cuando murió su madre en Roma y al poco Simón, su guardián, el de Monfort, mató en la batalla de Munat al Rey Don Pedro.
El huérfano era Rey de Aragón, Señor de Montpellier y titular de varios Condados de la Marca Hispánica. Algunos como los de Ampurias, Urgell y Pallar-Subirá, no tuvieron como Conde al Rey de Aragón hasta 1322, 1413 y 1481, respectivamente. El Papa intervino nombrándole dos tutores, el Conde de Sans y el Infante Don Ferrán, pero como no eran de fiar, entregó el niño a los Templarios para que le custodiaran en el inexpugnable Castillo de Monzón. Puede imaginarse como fue su infancia en manos extrañas, siempre encerrado en castillos. Era apenas un mocito y tanto los nobles aragoneses, como los condes y vizcondes de la Marca Hispánica le exigían juramentos a sus derechos feudales, prebendas, pagos ¡de todo! Los rico-hombres aragoneses esgrimían el “valemos tanto como vos y juntos más que vos”. El Papa, viendo que necesitaba protección, aunque solo tenía 11 años, decidió casarlo con Doña Leonor, hermana de la Reina de Castilla, pensando que su cuñado le protegería. Hasta los 14 –normas de la época- no pudo usar del matrimonio y a penas con 15, sin piedad, para doblegar su voluntad y exigirle más derechos, los secuestraron en Zaragoza. A los pies de la cama que compartía con Doña Leonor, cada noche, había dos hombres armados que le vigilaban. Al cabo de veinte días cedió, acabó el secuestro, les dejaron marchar. Doña Leonor enfiló su comitiva hacía Castilla y no volvió. El joven quedó solo otra vez. Tras conquistar Mallorca con el patrocinio y los dineros de los nobles de la Marca Hispánica, territorio que tardó más de un siglo en llamarse Cataluña, le exigieron cuanto se podía sacar a las Islas. Harto, como consta en la Crónica, dijo “yo os haré ver quien soy y lo que valgo”. Por eso, cuando preparaba la conquista del Reino de Valencia, Cruzada encomendada por el Papa, al ver que los nobles aragoneses querían “el zumo de Valencia para nosotros” y que Don Blasco de Aragón se adelantaba y conquistaba Culla y Morella en 1234, le paró en seco y le obligó a pactar. Tenía decidido que Valencia sería un Reino propio, para él solo, sin sometimiento a nobles y feudales y aunque aquí vinieron a auxiliarle huestes de obispos y nobles menores de sus otros territorios, no consintió que se quedarán, les entregó en premio a su colaboración en la conquista los castros, torreones en escarpados altos, que no tenían más cosechas que los matojos de alrededor, así que antes de dos años no quedaba ninguno en este Reino.
Podía haber hecho oficial la moneda aragonesa o la de sus condados, imponer las leyes de sus otros reinos, pero no lo hizo. Quiso hacerlo todo de nuevo. Estableció una moneda distinta, con una “taula” de cambios para que todas las que circulaban en el Reino de Valencia se cambiaran por la oficial el “real”. Doce reales equivalían a un “sou” y veinte “souls” a una “lliura”.
No trajo las leyes aragonesas ni las Usatges, al contrario, creó un nuevo sistema de leyes. Primero instituyó la Justicia Municipal y en 1240 la Costum, que reformó en las Cortes de 1261 con el nombre de Els Furs, extraídos del derecho Justiniano y del Código Canónico, si bien no pudo, ni quiso, eludir alguna institución, que ya existía, como el mustafá de procedencia árabe, vigente hasta hace poco en nuestros mercados.
Cuando convocó las primeras Cortes en Valencia en 1261, para evitar depender de nobles y clérigos, los dos grandes estamentos de las Cortes medievales, las abrió al pueblo llano, siguiendo una máxima aristotélica, procurar que este nuevo estamento tuviera tanto peso como los otros dos juntos. Por eso los valencianos, desde Don Jaime, no somos siervos, sino vasallos y compañeros de los Reyes, que antes de su coronación habían de jurar Els Furs, porque ni Reyes ni vasallos eran más que Ley. Los valencianos miramos a la cara del Rey, le hablamos de tu a tu, como hizo Guillem de Vinatea en 1333, obligando al monarca a rectificar el desafuero de desmembrar varias ciudades del reino, entre ellas Castellón. La Reina le afeó “mi hermano el Rey de Castilla, hubiera mandado degollarle”. Su esposo, el Rey Alfonso II le dijo: “nuestro pueblo es libre y no está sojuzgado como el pueblo de Castilla, porque ellos me tienen a mi como señor y nos a ellos como buenos vasallos y compañeros”. Con la lengua hizo lo mismo, aquí se podría hoy hablar la lengua de Aragón o la de alguno de sus condados, pero no quiso. Para diferenciar dejó que siguieran hablando el romance “que hablaban mis súbditos”, al cual tradujo las leyes del latín, en que normalmente se escribían.
También señaló los límites del Reino que no han cambiado desde que en 1304 se incorporó la parte sur de
Alicante. Solo en el S. XIX se le añadió Requena, Villena y Sax. En su testamento esos límites están determinados exactamente. Por eso los que custodian en Barcelona el Archivo de la Corona de Aragón lo hicieron desaparecer. Se salvó una copia hecha por historiadores. Para eso quieren archivos y papeles, para manipular la Historia.
Don Jaime se empeñó en crear el Reino de Valencia de nuevo y que la lengua fuera distinta de sus otros Reinos. Era un problema de libertad. Por fin, tenía un reino donde él era libre, había conquistado su propia libertad, compartiéndola con su pueblo.
El valenciano que Don Jaime quiso que fuera distinto de las hablas de sus otros reinos y condados, es nuestra principal seña de identidad, no para crear una nación distinta de los demás pueblos españoles, pero si para usarlo como arma esencial para impedir que los señoritos oligarcas del norte, que gobiernan a los catalanes, nos incorporen a un proyecto que no es nuestro, ni realizable, ni tenemos ninguna voluntad de adoptar. Como hombres libres, que Don Jaime nos hizo, no podemos someternos ahora a una oligarquía extraña, que nos querrá controlar, como con su nuevo Estatuto controlará la vida de los catalanes, los cuales, tal vez, necesitan nuestro ejemplo y nuestra ayuda para liberarse de la chusma que les domina, conduciéndolos al pasado y a la pérdida de su libertad.